En medio de ese verde prado, a la luz del atardecer, ella corría sin rumbo mientras pequeñas estrellas se estrellaban en el piso.
Cuando se sintió acabada, solo se recostó en ese gran manto, mirando a su única acompañante esa noche. No retiró su vista hasta que supo que la Luna tendría su completa atención y, junto a sus acompañantes luminosos, entonó otra canción, sin importarle el tiempo, el lugar, o su afinación. Cantó y cantó hasta que su propia voz le hizo callar, y después solo con su mirada, le habló. No necesitaba palabras, solo su corazón, pero aún así le dió su voz a el cielo, porque sentía que era lo mínimo que podía hacer por aquella que, desde pequeña, escuchó desde lejos lo que los demás no pudieron oír desde cerca.